Acaba de morir una fiera asesina, un infrahumano repugnante llamado Bolinaga, algo capaz de matar a otro ser humano de hambre y de sed.
Es un lugar común que los cristianos no debemos alegrarnos de la muerte de nadie. No estoy de acuerdo. Recientemente he dicho algo a propósito de los sentimientos encontrados que, a los creyentes, nos producen ciertas muertes. Sentimientos de tristeza y desarraigo pero también de alegría y liberación. No son incompatibles.
Cuando uno cree que esta vida no es la Vida verdadera y ve, y vive de cerca, en un ser querido el sufrimiento físico y psíquico que traen consigo algunas enfermedades terminales, además de no entender ese designio, ese misterio, esa ¿injusticia? desea que esa etapa pase, que ese dolor desaparezca, que lo poco o mucho que tuvo de bueno esa vida quede más patente, más indeleble en nuestro recuerdo que sus últimos días o semanas o, incluso, meses.
Me alegro que Bolinaga haya dejado de sufrir su cáncer terminal, me alegro enormemente. Un referente del crimen parcialmente impune y un asesino repugnante.
Hoy yo soy, quiero decir estoy, be, être, Ortega Lara y en Ortega Lara y para Ortega Lara. Estoy con él y estoy seguro de que no va a haber cojones para perseguir todos los actos de exaltación del terrorismo que ya se ven venir a propósito del finado.
Yo soy Ortega Lara porque una de las imágenes que nunca podré olvidar es la que ahora y aquí cuelgo, la del zulo, la menos que mazmorra en donde durante más de 500 días lo tuvo Bolinaga sádicamente torturtado, cerca de la muerte por inanición y severísimamente traumatizado para el resto de sus días.
Yo soy Ortega Lara y a él y a su familia y seres queridos les deseo lo mejor.
Yo soy Ortega Lara y a él y a su familia y seres queridos les deseo lo mejor.