La otra mañana tuve que hacer tiempo en La Coruña, desde antes de las nueve hasta pasadas las doce y media, esperando la realización de dos exámenes que iba a pasar mi hijo Pablo en la Uned. Desde varios días antes, traté de encontrar el modo de rellenar esas horas de espera lo más económicamente posible, también de manera lúdica y gratificantemente.
Conozco la ciudad desde hace más de medio siglo, desde mi primera adolescencia; nunca acabo de aprehenderla en toda su amplitud. Una ciudad para caminar, una península cosmopolita y aldeana, elegante pero con avenidas perfectamente vulgares donde, al lado de edificios horrendos, quedan restos, abandonados, de casas de una o dos plantas con jardín y verja señorial que evidencian una parcela insuficiente para la especulación, de modo que ahí permanecen las ruinas, en medio de la nada, con un aspecto levemente fantasmal.
Y de fantasmas vivísimos quiero hablaros, porque La Coruña, que tiene mucho pasado y en consecuencia mucha vida, es un baúl que atesora cultura sin ostentación, cultura desordenada pero cierta que se expresa en la piedra y el metal de sus fachadas, en el recoveco del encuentro de una calle luminosa con otra mínima donde jamás entra el sol, en plazuelas que se protegen de la mar brava por detrás de La Marina, en el sonido de los pasos de romanos, judíos y británicos que todavía rebotan en las fachadas de las estrechas y húmedas callejuelas.
El edificio, que alberga la sede de la Academia Galega, era el domicilio de la familia de la Pardo Bazán en La Coruña y fue heredado por ella. Construido en el siglo XVIII, el primer piso es la Casa Museo de Emilia Pardo Bazán, que se conserva en un magnífico estado. El recorrido de las habitaciones que conforman la casa museo se hace, con detenimiento, en menos de diez minutos. No hay nada que sorprenda ni obras dignas, no digo de admiración, de pausada contemplación. Es la atmósfera, el retrato vivo de una casa de familia aristocrática de entre los siglos XIX y XX, lo que puede retener al visitante.
-No es cierta la anécdota que cuentan de nosotros sobre un encuentro casual que tuviéramos en Madrid, en un acto público, en el que doña Emilia me saludara diciéndome "Adiós, viejo chocho" y yo le respondiera "Adiós, chocho viejo". Es una de tantas de las falsas anécdotas que se narran de nosotros. Dígalo.
Entonces miré a mi derecha y doña Emilia ya no estaba aunque permanecía un olor rancio, de poca agua y aseo y mucha ropa usada; era el olor que su espíritu había traído. Sentí un vacío frustrante, hubiera querido confrontar con ella las palabras de Galdós. Al volver la cara, él también había marchado.
Aquí dejo constancia de que la anécdota chochil no ocurrió. La Academia de la Lengua Galega dice que chocho no tiene traducción ni en un sentido ni en otro. No lo admite como coño ni lo admite como viejo o envejecido.
Cuando salí a la calle, llovía.