16 de febrero de 2015

Lo Que de Verdad Fuimos

La otra mañana tuve que hacer tiempo en La Coruña, desde antes de las nueve hasta pasadas las doce y media, esperando la realización de dos exámenes que iba a pasar mi hijo Pablo en la Uned. Desde varios días antes, traté de encontrar el modo de rellenar esas horas de espera lo más económicamente posible, también de manera lúdica y gratificantemente.

Conozco la ciudad desde hace más de medio siglo, desde mi primera adolescencia; nunca acabo de aprehenderla en toda su amplitud. Una ciudad para caminar, una península cosmopolita y aldeana, elegante pero con avenidas perfectamente vulgares donde, al lado de edificios horrendos, quedan restos, abandonados, de casas de una o dos plantas con jardín y verja señorial que evidencian una parcela insuficiente para la especulación, de modo que ahí permanecen las ruinas, en medio de la nada, con un aspecto levemente fantasmal.

Y de fantasmas vivísimos quiero hablaros, porque La Coruña, que tiene mucho pasado y en consecuencia mucha vida, es un baúl que atesora cultura sin ostentación, cultura desordenada pero cierta que se expresa en la piedra y el metal de sus fachadas, en el recoveco del encuentro de una calle luminosa con otra mínima donde jamás entra el sol, en plazuelas que se protegen de la mar brava por detrás de La Marina, en el sonido de los pasos de romanos, judíos y británicos que todavía rebotan en las fachadas de las estrechas y húmedas callejuelas.

Pues bien, resultó que recordé la imagen de la fachada de un edificio típico del centro de la ciudad, añejo, piedra, madera y metal, incrustado en medio de la ciudad y de su historia, en cuyo dintel, sobre piedra, en relieve y con letras de taco se puede leer "Real Academia Galega". Una vez ubiqué el edificio, llegado el día para allá encaminé mis pasos que no buscaban ni académicos ni expresiones gallegas más o menos ortodoxas sino el espíritu o mejor el fantasma, si pudiera ser, de doña Emilia Pardo Bazán y algún resto de don Benito Pérez Galdós aunque no consta su presencia, en vida, en esas estancias.


El edificio, que alberga la sede de la Academia Galega, era el domicilio de la familia de la Pardo Bazán en La Coruña y fue heredado por ella. Construido en el siglo XVIII, el primer piso es la Casa Museo de Emilia Pardo Bazán, que se conserva en un magnífico estado. El recorrido de las habitaciones que conforman la casa museo se hace, con detenimiento, en menos de diez minutos. No hay nada que sorprenda ni obras dignas, no digo de admiración, de pausada contemplación. Es la atmósfera, el retrato vivo de una casa de familia aristocrática de entre los siglos XIX y XX, lo que puede retener al visitante.

Pero hay un salón con unos butacones grana y oro y en uno de ellos resposé mis posaderas, acomodé mis antebrazos a sus reposabrazos, cerré los ojos y me dejé llevar. Apareció en primer lugar don Benito y me saludó secamente; yo fui capaz de reconocerle mi aprecio, algunas lecturas de los Episodios y Fortunata y Jacinta para beneficio de mi gozo y deslumbramiento cuando tenía poco más de diecinueve años. Inmediatamente detrás, la figura oronda, casi grosera, fea en cualquier caso, de doña Emilia, hacía aspavientos y gestos obscenos, cortes de manga sacando simultáneamente la lengua para a continuación mesarse los pechos de abajo arriba en clara burla al fantasma de don Benito. La señora tomó asiento a mi lado, en un butacón parejo del que yo ocupaba y el ilustre canarión se acomodó justo enfrente de nosotros, en una silla tras una hermosa mesa redonda de madera noble. No hablaban, se miraban; el espacio se llenó de sentimientos de amor y odio tanto o más que de complicidad y erotismo, sobraban las palabras pero ella le dijo, con descaro y retintín: "ni Concha, ni Teodosia, ni...", "solamente yo fui capaz de retenerte tantos años", "díselo al visitante, dile lo que de verdad fuimos y lo que nadie supo. Las mentiras que se han propalado sobre nosotros dos".

Don Benito me miró. Esbelto, despaciosamente, sin dejar de encararme, sonrío y habló:
-No es cierta la anécdota que cuentan de nosotros sobre un encuentro casual que tuviéramos en Madrid, en un acto público, en el que doña Emilia me saludara diciéndome "Adiós, viejo chocho" y yo le respondiera "Adiós, chocho viejo". Es una de tantas de las falsas anécdotas que se narran de nosotros. Dígalo.

Entonces miré a mi derecha y doña Emilia ya no estaba aunque permanecía un olor rancio, de poca agua y aseo y mucha ropa usada; era el olor que su espíritu había traído. Sentí un vacío frustrante, hubiera querido confrontar con ella las palabras de Galdós. Al volver la cara, él también había marchado.

Aquí dejo constancia de que la anécdota chochil no ocurrió. La Academia de la Lengua Galega dice que chocho no tiene traducción ni en un sentido ni en otro. No lo admite como coño ni lo admite como viejo o envejecido.

Cuando salí a la calle, llovía.