Hoy, 23 de febrero de 2015, hace 34 años que a las 18,55 horas del territorio peninsular español volví a ingresar en el cuarto oscuro junto con mi perro pastor alemán lobero. Fueron unos minutos.
Entonces estaba solo; vivía en lo alto de una pequeña colina, más áspera que frondosa, en una casa baja, modesta pero suficiente para la libertad, desde la que se divisaba toda la línea del horizonte de Madrid norte. La tarde era fría aunque luminosa. Volvía de trabajar y tenía la costumbre de arrojar la corbata encima de la mesa del comedor y salir con mi perro por las inmediaciones para que corriera, olisqueara, ladrara, resoplara y comprendiera que la vida existía más allá de la parcela que él habitaba en pleno dominio y a la que ni por confusión se acercaban un gato o un ratoncillo de campo. Los dos nos necesitábamos y, como suele ocurrir, estuvimos mucho mejor solos que mal acompañados.
La casa que coronaba la colina estaba en el extremo de la península de la urbanización donde se ubicaba. No se pasaba por delante de ella, había que ir a ella. El día agotaba su luz y un silencio inusual se posó entre los tejados y las puertas de los chalets.
El vecino más próximo apenas se asomó a la entrada de su casa y me dijo "¿sabes que ha habido un golpe de estado? ". Me quedé perplejo y le pregunté "¿en dónde?" con la intención de que me aclarara en qué país y al contestarme "en el Congreso" ingresé directamente en el cuarto oscuro donde tu libertad de movimientos, tu capacidad de diferenciar el tiempo, tus espectativas, es decir tu vida, se limitan a saber cuánto tiempo eres capaz de aguantar sin respirar, de contener la respiración e ir contando uno, dos, tres, cuatro para no pensar en ese momento, en lo que todavía falta para alcanzar el aire puro, en la algarabía de la vida, en el olor de tu infancia, en el sonido de la puerta de tu casa cuando echan el cerrojo para dormir en paz. Sin distinguir el día de la noche.
Regresé a casa con mi perro y puse la radio. Sin palabras, sin canciones, solamente emitían música clásica, orquestal. Nada me pareció más imposible que la continuidad y el triunfo de aquella asonada. En realidad creí que era una puesta en escena propia del arranque de los carnavales hasta que, al día siguiente, al despertar, la misma emisora emitía con cierta euforia contenida la noticia de una milagrosa aparición televisiva que todos dieron por salvadora, una aparición que abrió la puerta del cuarto oscuro que nadie supo nunca quién, en realidad, la había cerrado.
Camino del trabajo a mi hora habitual, la autovía estaba prácticamente vacía y a la oficina donde trabajaba solamente habíamos acudido cuatro o cinco personas de las más de noventa que componíamos la plantilla. A lo largo de la mañana fueron llegando el resto de compañeros y a lo largo del día unos pocos salieron del cuarto oscuro y otros pocos supieron que, gracias al maquillaje, a la iluminación del set, al plano secuencia breve y contundente, las dudas de la continuidad se habían despejado para siempre y en el cuarto oscuro se había hecho la luz por artificial que fuere.
Entonces empezaron a desfilar las comparsas, hasta hoy.