15 de noviembre de 2015

Siempre Quedará París


Arrastro un recuerdo más agrio que dulce de París. Una admiración más racional que emocional ante las muestras y evidencias de la civilización humana, del paso de la historia más reciente impreso en plazas, fachadas y tejados, iglesias y torreones. También los puentes. 

Durante poco más de año y medio hice repetidos viajes a París por cuestiones laborales. La mayor parte de las ocasiones contra mi deseo, con un arrastre cansino y sin tiempo para mí. París no me pareció nunca la luz. Tal vez no tuve suerte. Que me perdonen Bogart doblemente y Nicholas Ray y Michel Curtiz: de aquello ni me queda París ni me resulta nada más allá de un lugar solitario. 

Concidió con un tiempo de añoranza y abandono donde el destino quiso mostrarme el dolor del enfermo camino de la muerte. Todo era imposible entonces, todo se volvió quimérico. La realidad impedía los sueños del mañana. París no existía; era una pésima copia del aquel frenético de Harrison Ford y Polanski. Mi vida era un trasunto. No he tenido razones para recordar París durante estos últimos treinta años. 

Ayer, como a todos vosotros, me golpeó París. Desgraciadamente, la imágenes tremendas que se ven en internet van a pesar infinitamente más en mi memoria que aquellas otras, ya diluidas, que permanecían intrascendentes y neutras en mi desde entonces. 

Hubiera querido amar en París, trasnochar París, delirar París y comprobar que allí los besos tienen el sabor del último sorbo de bullabesa y la melancolía de la nota final de un acordeón o un organillo cerrando el baile en un malecón del Sena. 

Ahora el delirio asesino me deja impotente y rabioso, convencido de que sólo nos queda rezar para que termine esa sinrazón de odio y hiel, que quiso hacer arder París ignorantes de que París siempre sobrevive, siempre supera el crimen y la infamia.