22 de noviembre de 2015

El Pacto de El Escorial

Hoy hace un lustro que mi hermano Alvaro abrió su mochila, la llenó de distancias, la acopió de olvidos y dispensas y marchó. Subió a un  tren con locomotora de vapor, aunque pudo ser que lo hiciera a uno de alta velocidad y diseño penetrante: él era así, entre lo clásico tradicional y lo moderno innovador, entre lo manual y lo automático pero mentalmente ambidextro. 

Coincidí con él en algunos apeaderos de su penúltimo viaje. Antes, incluso en la infancia,  la vida nos había separado regularmente. Recuerdo que en esos postreros encuentros siempre hacía buen tiempo, templadito, nubes y claros, como si Eolo y Zeus se hubieran conjurado para que en medio de la batalla la calma sujetara nuestro ánimo, las palabras y silencios. 

Cuando el final del trayecto se precipita inesperadamente y la máquina avisa de que está llegando, renqueante pero infalible, a la última estación hablan los silencios y las miradas, las palabras no fluyen más allá del monosílabo, se pone la gramática imposible, la sintaxis pobre, cualquier frase puede resultar inapropiada. 

Era septiembre y subimos a El Escorial a pasar la tarde con él y su mujer. Él y yo, los dos solos, circuncidamos el monasterio pegados a muros de piedra, paseamos entre encinas, pinos y abedules por mínimas veredas. Recolectamos entonces unos tres decenios de mi vida, ignoro por qué razón, a calzón quitado y seguramente a propósito de que nunca se vuelve atrás ni de la palabra dada ni de la oportunidad perdida. Entonces supimos que subsistían jirones y retales de infancia, que algunas sinrazones no lo fueron y algunas razones pues tampoco. Reconocimos que ninguno de los dos estuvo pendiente de la asunción a la felicidad, que ambos nos limitamos a gozar pequeñas satisfacciones que la vida te regala. 

Hablamos de despedidas, sin eludirlas. Él creía, como así fue, que con cierto margen temporal podría avisarme para un último abrazo terrenal y se comprometió a hacerlo. Marchó a dirimir su batalla personal y un año después, más o menos, la ganó (*). Hoy sigue por aquí, entre nosotros, descojonado de risa ante nuestra ignorancia. 

Cinco años después, como me ocurre con otros pocos elegidos, no me acuerdo de olvidarle.