27 de marzo de 2016

La Carraca

¡Felices Pascuas de Resurrección! Con la alegría del desenlace de la Semana de Pasión hoy liga, se marida, perfectamente un sentimiento que a algunos nos aflora precisamente este domingo especial, este día interior. Es el sentimiento que produce el silencio indeseable, el silencio inoportuno, el silencio huérfano de la alegría de la esperanza en la Vida.

Allá por los años cincuenta del siglo pasado, a finales de esa década, subsistían algunos templos en los que durante la celebración de la Eucaristía del Domingo de Resurrección, acompañando cierta pieza musical, a los niños nos dejaban tocar la carraca de madera que nuestros padres nos compraban ese día. La arritmia sonora era portentosa pero el conjunto del sonido resultaba vibrante, brillante, alegre; el desafinado, gozoso.

Al regalo material y sonoro de la carraca, que indefectiblemente quedaba arrinconada o destrozada o perdida pocas horas después y para siempre, se añadía -en Castilla excepcionalmente- el regalo que algunos padrinos de bautismo nos hacían a los ahijados, la mona de Pascua, una costumbre de origen catalán que en mi caso consistía en un monumental huevo de chocolate con aditamentos interiores. Era el domingo más luminoso del año. 

El silencio impertinente, como el ruido fastidioso o el bullicio molesto, acongoja el alma, sume el ánimo en un sentimiento capaz de romper el temple del guerrero, del carácter más recio. Cuando falta el sonido bronco ¿cómo diría yo? ¿el carraspeo? de la carraca agitada por la mano de un niño, burdamente desacompasada, enérgicamente volteada, falta algo del amor que se perdió por no saber parar a quienes segaron la esperanza en otra Vida más allá del silencio del luto y el dolor de la muerte.