En la Capilla de Los Marineros, en la Hermandad de Nuestra Señora de Triana, en el arrabal de Triana, casi pegadita al río por donde subió nuestro más que trastatarabuelo(*) rompiendo cadenas y barcazas que el moro instaló para que el Guadalquivir fuera inexpugnabe y Sevilla irreductible, hay una talla del siglo XVII que denominan Cristo de las Tres Caídas.
La talla sale a pasear esta hermosa y triste madrugada del Viernes Santo conformando un paso de conjunto de centurión a caballo que antecede a Cristo en su advocación de portador del leño, su figura hincando rodilla, todavía con la mirada cegadora aunque baja, todavía fuerte, todavía vivo. Detrás, Simón de Cirene ayuda a soportar el peso, sosteniendo el extremo inferior de la cruz, y a su lado también aparecen dos mujeres, una de ellas con niño en brazos. Así, el paso queda debidamente ilustrado, acompañado y coloreado con los personajes que, más o menos, la Biblia nos narra.

Las Tres Caídas hace un recorrido al paso, al trote y por momentos al galope, al ritmo de una música especialmente desgarradora que simula que caballo y centurión parezcan vivos, con el equino especialmente domado por las voces del capataz y la disciplina y coordinación de movimientos por parte de los costaleros.
Ya no es posible que siga
Jesús el arduo sendero.
Le rinde el plúmbeo madero.
Le acongoja la fatiga.
Mas la muchedumbre obliga
a que prosiga el cortejo.
Dure hasta el fin el festejo.
Y la muerte se detiene
ante Simón de Cirene,
que acude tardo y perplejo.
Gerardo Diego
Cuando el paso se aleja, después de la saeta lacerante y las palmas que rompen el silencio de la madrugada sevillana, con la primera luz del día, algunos transeúntes de mirada transida sienten el misterio de la muerte y, perplejos, el de la resurrección de Cristo. Lo expresan sus rostros resplandecientes, muchos solamente hoy y hasta el año que viene, si Dios quiere.