Hoy es el día en que la Iglesia Católica, como casi todas las iglesias cristianas, celebra el dogma de la Trinidad, para mí el mayor de los misterios y el mayor de los dogmas. Desde Constantinopla, hace más de 1.700 años, poco después ratificado en Calcedonia, los católicos creemos en un sólo Dios que se manifiesta en tres personas, Padre Creador, Hijo Salvador y Espíritu Santo que nos ilumina y nos regala la fe y la esperanza.
La fe es nave que nos permite la alegría; la esperanza el velamen que empuja nuestra travesía hasta la otra orilla. No sin incertidumbres, no sin temor, no sin tristeza y todo compatible con el deseo de permanecer en este lado, la fe y la esperanza permiten que algunos afronten el tránsito, por enfermedad o agotamiento, con una fuerza interior propia de quien sabe con certeza que él, lo más profundo de su humanidad, tiene además de su cuerpo y en su cuerpo y transcediendo de esta vida, algo que denominamos alma, psiqué y que escapa de su cerebelo hacia Dios un suspiro antes de apagarse. No somos perros.
He vivido, en algún caso pegado a la intimidad de quien marchaba, el desinflar de velas, el apagón vital. Siempre he sentido que la persona me inducía más el misterio del tránsito que la angustia razonable que produce lo desconocido, el paso de la fe a la constatación. El sueño eterno es un viaje sin fin al conocimiento total, al entendimiento absoluto -sin espacio ni tiempo ni física ni química- al amor. Una estancia dentro del universo y contemplándolo todo desde su creación, con su Creador, riéndonos de lo que tontamente sufrimos porque no supimos reconocer que después de la esperanza solamente nos esperaba el amor.
Cuando la muerte física arrecia, incluso sin fe, también arrecia la esperanza. Queremos amar y ser amados. Después de la esperanza, los humanos queremos mantener la risa y el llanto, el afecto y la amistad, el cariño, todo lo que nos diferencia de otros seres a quienes no visita el Espíritu Santo.
Después de navegar por este mundo, después de la esperanza, en la otra orilla, está la luz y la alegría perennemente. Sin fin.