Hay que mirar al suelo de cuando en cuando y de diez en diez metros, más o menos, para no tropezar, pero la vida urbana -aunque no lo parezca- está en balcones y ventanas. Así uno sorprende a un señor en camiseta de tirantes dando las últimas caladas a un cigarrillo, así una moza escotada nos alegra la vida mientras limpia los cristales, así la luz de una lámpara proyecta unas sombras que van y vienen en el atardecer del invierno y entonces podemos inventar una pasión entre habitaciones, un drama familiar o una rutina.
El caballo asomado al balcón tenía su razón de ser, de reclamo comercial, de elemento notorio en medio de la calle para llamar la atención justo por encima del rótulo de la tienda. El león, sin embargo, me sitúa en el sinsentido del misterio, de la incertidumbre. Emerge como sorprendido, escudriñando tal vez el trajín peatonal de la plaza, las idas y venidas de un domingo que nada tiene que ver con el silencio natural de la selva ni sugiere el rugido protector o amenazante. Domingo de ni fú ni fá, aquí en Pontevedra donde el Atlántico se hace mujer coqueta, ría frondosa, pasta de papel y vapor de piedra.
Unos visillos ocultan la mitad del interior de la estancia por donde asoma el león, que no es precisamente el de la Metro-Goldwin-Mayer ni Willy Fog ni mucho menos Mufasa, el rey león; es un peluche tierno, infantil y curioso.
Es parte, seguramente, de otros tantos peluches de la habitación de una adolescente que lo exhibe como trofeo de amor, como complicidad y santo y seña de que todo va bien esa mañana, código de comunicación con su otro león que pasará por allí y se tranquilizará hasta el próximo encuentro. Es parte, seguramente, de un mensaje que transmite que, a pesar de la prohibición, a pesar de la oposición familiar, a pesar de las dificultades ella quiere a su león, ama a su león y esperará el tiempo necesario hasta que la vida dome la incomprensión y la intransigencia. Es parte de un momento que, seguramente, el tiempo borrará, otras pasiones lo empequeñecerá y solamente habrá servido para probar la capacidad de trampear a la vida.
Un león en una ventana, un domingo en Pontevedra, puede ser símbolo de la pasión primera, del amor salvaje de dos adolescentes en la clandestinidad.