27 de octubre de 2014

La Curva

Para Merce (*)


Al despertar del día siguiente reparabas en que aquel tramo de curva era muy cansado. El malestar general, el resacón y las agujetas no permitían disfrutar la jornada plenamente, por tanto deleite en la noche anterior. La mayoría levantamos el pié en la misma curva, no antes de entrar en ella pero sí antes de salirnos, tocando suavemente el freno, sujetando firmemente el volante y ¡ale hop! aquí estamos. 

Y después de mil pasadas decidimos no volver. Pero los hay que no tienen remedio y fuman y beben y se perjudican y trasnochan mucho más allá de lo reglamentario y para siempre. Es curioso que la mayoría son fenómenos humanos inofensivos, simpáticos, pelín truhancillos y tan malas personas con ellos mismos como generosos con los demás.

Hasta hace pocos años concebía la vida como un polígono, con todos los lados que la suerte y el azar quisieran poner en cada caso. Una tarde al ver la puesta y el horizonte levemente arqueado, pensé en la curva. Era en la mar, por supuesto, no recuerdo abordo de qué barco. Desde entonces la vida es una curva.

Mientras somos mentalmente capaces, la vida es una parábola o una hiperbólica dependiendo de la habilidad, usos y costumbres del delineante, de la capacidad de entrelazar unas curvas con otras. Cuando lo que se expresa gráficamente son líneas que suben y bajan, conviene llamar al fontanero del alma para que trate de reparar las goteras. Para vivir, nada como las curvas y los recodos que evitan la brusquedad longitudinal y el choque frontal, los dientes de sierra que ajan el retrato de la gente.

La existencia no se expresa en polígonos porque la vida recta no existe; salvo héroes y santos y en muchos casos ni aun. La recta, cuando existe, te adormece y acaba formando parte de uno de los infinitos lados del círculo irregular de nuestro viaje. La recta es peligrosa por rutinaria; la curva es atractiva porque te desafía y las hay abiertas y cerradas y suaves y bruscas. La vida. 

Los excesos y las costumbres -tabaquismo, gula, sedentarismo, resentimiento, etc.- hacen que nos salgamos de la curva. Es el caso de un conocido que cuando la vida era frenética nos juntábamos para reir tontorronamente, muchas veces al borde del precipicio y a un minuto de la perdición. Creyó que era una recta y se ha ido con cincuenta y pocos ¡pena!

Pero la vida contiene también el tramo gastronómico con sus propias curvas. La curva cervecera, la de los glotoncillos por un lado, y La Curva bar restaurante que no voy a decir dónde está porque a su propietario, Miguel, ya le va bien, abre cuatro meses al año y no es cosa de quedarme siempre sin mesa. La Curva está en medio del recodo, podía estar al final o al principio pero, entre la excelencia y el comistrajo, la estafa culinaria o la dádiva, está en la mitad de todo: bueno, bonito y justiprecio sólido y líquido. Mi hermano Santiago me invita a La Curva, maliciosamente, para a base de croquetitas, crustáceos y salsas aumentar mi curva de la felicidad y después señalarme con el dedo apuntando a mi ombligo. Y ya he dicho demasiado.

La curva peligrosa, aquella a la que debemos prestar toda nuestra atención, va en las caderas de ciertas mujeres, en los pechos de alguna, más infrecuente en las nalgas de otras y en el conjunto de las privilegiadas que enlazan una curva con otra desde el mentón hasta las corvas y provocan que el populacho masculino se alce en armas. Esas últimas curvas cambian con el tiempo, desaparecen o se suspenden en el vacío y caen en picado. Solamente entonces el amor y la experiencia nos permiten negociarlas contravolanteando y chirriando al derrapaje. No están sosas y son muy divertidas. 


(*) Para Merce, que se salió en la curva de El Estudiante allá por junio de 1982, volcando mi magnífico Renault 5 TS por ir como una loca a la piscina. La curva ya no existe, ella sí.