28 de noviembre de 2014

Restos de Memoria

En algún lugar almacenamos un instante, un mínimo momento que retuvo nuestra mente. Lo grabó nuestro cerebro para martirizarnos el resto de la vida -con masivos ataques de nostalgia- y es parte de la condición humana, de la intimidad personal, parte del enigma de las almas.


Una vez, todavía mozo imberbe, cruzaba la calle de Alcalá a la altura de la iglesia de San Manuel y San Benito -una cosa neobizantina, para quien le guste- accediendo al parque de El Retiro y me crucé con una mujer morena de enormes ojos que hablaban diciéndome te he visto mirando fijamente mi escote. Fue un instante para mi eternidad.

Es cierto que aquel instante, si se quisiera volcar a narración audiovisual, no cabría en los tres segundos en que ocurrió; en realidad aquel instante podría ser un medio metraje. 

Potente luz en la calle. Es verano, primera hora de la tarde. La cámara solamente registra el sonido ambiente que se va produciendo. No hay tráfico de personas ni coches. 

La imagen es el plano subjetivo de alguien que me sigue muy de cerca: cabeza con algo de aire por encima, nuca poblada de un cabello castaño adolescente, polo Fred Perry que ocupa de cuello a cintura, paso relativamente rápido, mirada a izquierda y derecha para cruzar la calle, mujer de frente avanzando en sentido contrario, melena negra magnífica que cae hasta sus hombros, brazos vestidos por un camisero blanco abotonado de cintura a pecho y abierto hasta el punto del hervor de la libido. La cámara ceja en el seguimiento.

Ella me mira. Llegando a la acera contraria, el plano descubre que me vuelvo a contemplarla. Que ella se vuelve, sin parar de caminar. Desvanece a negro.

Registramos escenas que, incomprensiblemente, nos marcan para siempre: sucedidos anodinos que decenas de años después recuerdas y se repiten en tu mente y acuden a tu memoria y nadie sabe por qué, pero sucede. 

Un camisero blanco, una melena negra, unos ojos que hablan y un escote que muestra el vértigo que produce el ligero temblor de dos senos rotundos, imanes de labios y manos y estremecimiento. Durante decenios vuelves a verlo y sentirlo, despierto y a caballo del sueño y la vigilia, en cualquier estado y en cualquier sitio. El instante, ese instante.

Instante que recreas con los años, al que añades un olor que no estuvo pero que después la vida te mostró y quisiste asociarlo; una tersura de piel que comparaste, un cuello excelso que pusiste después entre sus hombros y su mentón. Añades al instante, también, una boca venida de otra parte, de otro rostro que secretamente, en tu recóndita intimidad, compartiste para formar un nuevo instante del aquel instante. Tal vez en medio de la pasión desenfrenada. 

He tenido que escribirte esto porque me has comentado que no entendiste la libertad del olvido: http://masomenosasi-gonvado.blogspot.com.es/2014/09/la-libertad-del-olvido.html
Porque arrastramos algún instante inolvidable, a pesar de la furia de la vida.