Tuve la oportunidad de realizar sucesivos viajes a Cuba en los '90. Al despertar de algunas siestas o cabezadas sobrevenidas, todavía me pregunto si lo que vi y viví, lo que ocurrió en el transcurso de mis estancias fueron realidades ciertas o ciertas apariencias reales ¡tantos años después!
Viví en La Habana, en El Vedado, barrio que pertenece a un disparate llamado "Municipio Plaza de la Revolución". Es un distrito lineal y lleno de vegetación, con pequeños parques y plazoletas, calles amplias y alguna avenida importante y donde las plantas y sus flores trepan por fachadas de casas palaciegas y chalets arruinados hasta introducirse en las estancias y acomodarse, si acaso, entre el vetusto mobiliario abandonado.
Me acogía en un hotelito -nada que ver con el turismo- discreto y modesto llamado, no sé por qué, Hotel Victoria. La gente era toda amabilidad salvo "el custodio", ese personaje siniestro que representa al estado y es mezcla de segurata y chivato y que si estás atento te lo encuentras hasta en el plato de arroz congris. El personal del hotel, como en el resto de la isla, mostraba una bella sonrisa por delante de la tristeza que expresaban sus ojos, una sonrisa que no conseguía tapar su mirada de impotencia, de esclavitud. A pocos pasos del hotel podía asomarme al Mar Caribe, en el Malecón de La Habana.
En el Hotel Victoria habían vivido durante una larga temporada Juan Ramón Jiménez y su mujer. En uno de mis viajes, al alojarme, pregunté al Jorge Luis de la recepción en qué habitación o habitaciones se había alojado el escritor y me contestó, con absoluta rotundidad, que "en la 12, la dos de la primera planta" y allí me instaló. Después supe que la configuración de las habitaciones del hotel había cambiado y que la 12 no existía como tal en tiempos del Nobel. Los cinco dólares ya eran irrecuperables.
La razón de mis estadías era el trabajo, la docencia, y ahí mismo empieza lo incoherente de mis presencia: iba a explicar a alumnos universitarios de un país comunista las técnicas de comunicación comercial que permiten crear marcas, personalidades públicas, es decir teoría de comunicación comercial y sus herramientas más viles: la publicidad, la promoción, el marketing directo, etc. Esencia de capitalismo. Nunca entendí la razón por la que la Facultad de Comunicación Social implantó esa maestría y nunca tuve en un aula ni mejor ni más razonable audiencia.
El horario lectivo iba de lunes a viernes de ocho y media de la mañana hasta las tres de la tarde y solamente se interrumpía un momento para tomar un refrigerio, agua coloreada y azucaradísima con sabor indefinido que aplacaba la deshidratación permanente producto del trópico y el calor. Pagaba el estado o el régimen o Castro o no sé sabe bien y permitía sudar todavía más o hacer más evidente el sudor en pechos y sobaqueras. Ese receso era el único momento en que los alumnos se acercaban al profesor y, siempre con arnés de seguridad, se podía hablar más o menos de asuntos personales aunque intranscendentes.
Cuando llegaba el fin de semana, a primeras horas de las mañanas de sábado y domingo, La Habana estaba dormida, el sol todavía permitía la caminata reconstituyente y yo hacía, durante unas tres horas, el recorrido Vedado-Malecón-Castillo de la Punta-Paseo del Prado-Neptuno y regreso.
El cubano, en general, es muy creativo. Dotado para la música, la pintura y capaz de requebrar al interlocutor hasta la seducción o el hipnotismo. Capaz de buscarse la vida debajo de las piedras, medrar y tirar p'alante. Precisamente en uno de esos largos paseos, en una ocasión estaba yo reposando, a mitad de recorrido, en la terraza del ¿bar? ubicado en una plazita de La Habana Vieja cuyo nombre desconozco.
La plaza se partía por una calle que cruzaba y dejaba a un lado zona porticada y al otro una iglesia de fachada blanca, de cal y canto, campanario y techumbre de teja rojiza. La terraza se hallaba en la zona porticada de la plaza y consistía en dos mesas con ocho sillas metálicasalgo herrumbrosas, plegables, de tijera, a falta de una mano de pintura. Allí se podía comer nada y beber gaseosa, cerveza o algún refresco. No era ni hora ni lugar para mojitos.
Pronto, por un extremo de la plaza desfiló un cubanito algo más que adolescente, garboso, delgado, vertical y rizoso entre blanco, filipino y negro, mulato, seguido de una decena de personas, turistas, italianos. Hacía, aparentemente, labores de guía turístico. Se detuvo frente a la fachada de la iglesia, justo al lado de una viejita habanera apoyada en su bastón de madera, apoyada en su curiosidad malsana, apoyada en su hastío ocioso de tantas décadas esperando. El guía se rodea del grupo y comienza el esperpento:
-Esta iglesia que contemplan, de estilo propiamente habanero, fué incendiada por piratas a finales del siglo dieciocho y no fué hasta la revolución que se reconstruyó convirtiéndola en almacén de grano...
En ese momento interviene la anciana:
-Mentiroso, mentiroso, llevo más de noventa años viviendo aquí en La Habana y jamás escuché nada como eso de los piratas y el incendio...
-¡cállate vieja, que me jodes el bisnes! Contestó rápidamente el guía, sin apenas vocalizar, retomando la marcha y gesticulando para que el grupo le siguiera después de vaciar sus cámaras de fotos sobre la fachada de la iglesia almacén pirateada.
Dos viajes después conocí el centro de la isla, viví unos días en Sancti Espíritus y desde Trinidad tuve la ocasión de volar a Santiago de Cuba donde pasé una noche en vela: la habitación tenía habitantes, lagartijas que me resultó imposible desalojar.
Volé de nuevo, en dos saltos, de Santiago a La Habana y en el trayecto pude observar nítidamente la barrera coralina más hermosa del mundo, también el parque natural de la Ciénaga de Zapata. Entonces comprendí por qué Castro decidió, astutamente, oportunistamente, criminalmente, quedarse para él y los suyos el paraíso. Pero esa es otra historia.
http://www.periodistadigital.tv/fidel-castro-las-imagenes-nunca-vistas-del-tirano-cubano_05b223496.html