La palabra más apropiada para definir el momento en que recibes la imagen/noticia, noticia/imagen del "ya está aquí" y del "todo bien", de la miradita tierna sin ver ¡ya verás lo que hay que ver! la palabra es conmoción. Más chocheo, más llorón.
Cuando eres demasiado joven y varón y te llegan los hijos, no te conmueves. Te emocionas, te preocupas, te estresas, compartes tu inquietud, la incertidumbre que te genera. Casi tienes tus bebés envueltos en una pegatina, azul o rosa, que dice "frágil", como porcelana de Sèvres.
Eso ocurre incluso hasta el tercer bebé. Después nos fijamos en las madres, en su poderoso instinto, su natural habilidad -algunas son un auténtico prodigio manejando el muñeco encima de la tapa de la bañera plegable- para lavarlo, hidratarlo, perfumarlo y vestirlo mientras la criatura goza y se descojona, quizá porque intuye que tanto amor, tanta entrega, tantísimo cariño no va a volver a recibirlo en el resto de su vida.
Después, con los nietos, el acontecimiento te pilla ya instruido -no en las habilidades- en el conocimiento de que la mayoría de ellas están dotadas de un tacto, unas manos, una mirada y un habla tan especiales que, si no fuera porque sabes que no hay truco, parecería magia.
Y sin embargo, sigues sin tomar al bebé hasta que cumplen dos o tres meses, sigues sin acunarlo en tus brazos y estrujarlo contra tu pecho porque esa delicadeza suprema, esa finura, escapa de la naturaleza de aquellos que arrastramos mucha pedrada, mucho patio helado, mucha patada barriobajera, alguna cicatriz estomacal de cobarde estilete.
Es que la lucha de la vida no nos enseña a pelear por la felicidad de un recién. La felicidad de un humano en su inicial etapa, crucial, cuando delicadamente está remontando la primera borrasca de su vida, cuando trata de alcanzar la fuente que mana leche y miel, el cálido bienestar del pecho de su madre.