En el Bernabéu ya no hay banderas. El pulmón del fondo sur se ha visto invadido por una asbestosis aguda, sus gradas al descubierto han manifestado que hierros y cañerías, hormigón y cemento se mantenían por la capacidad vociferante de unos maravillosos energúmenos hoy silenciados, aherrojados, desterrados a unos miércoles y unos fines de semana infames. Por culpa de muy pocos, pagan muchos demasiados.
La primera vez que llevé a uno de mis hijos al Bernabéu se pertrechó de camiseta con el siete, bufanda y banderita -ignoro su procedencia- aprovisionó vituallas sólidas y liquidas y abrió sus ojos infantiles y dilató su alma bajando por Castellana desde plaza de Castilla hasta donde padre Damián choca con Concha Espina.
Aquel chaval ya había hecho El Tour del Bernabéu, había ahorrado suficiente para adquirir el timo de la elástica, la auténtica, la que valía dos meses de pagas y una ilusión desorbitada. Como don Alonso Quijano embistió el torno de la entrada "tan contento, tan gallardo, tan alborozado..." cuando faltaba casi media hora para que arrancase el choque, pero él tenía prisa.
En aquella ocasión estábamos casi inmejorablemente en el anfiteatro del lateral oeste y relativamente centrados, entre gente de orden y mayormente socios y abonados. Bastante coñazo, por cierto. El estadio estaba medio vacío, faltaba algo más de un cuarto de hora para que las escuadras midieran sus potencias y achicaran u oscurecieran los problemas, las penas y las incertidumbres de veteranos y nóveles seguidores del bélico adalid.
-Papá, hay muy poca gente.
-No te preocupes, ahora se irá llenando.
Y de pronto surgió un entonado murmullo, las gradas callaron, los asistentes bajaron el diapasón de sus conversaciones y allí estaban ellos, cantando disfrazados de cíclopes balompédicos, con sus pancartas y banderas, sin lugar donde poder sentar sus nalgas pero con la energía de quien es capaz de doblar con su aliento el banderín del corner o torcer la bota del jugador contrario para marrar la falta. Eran la fiesta y la cohetería.
Ganó el Madrí aunque ya no importaba nada. Era la primavera del 2000 y el Depor parecía que podría ganar la Liga y los blancos andaban a muchos puntos del liderazgo, como cuartos o quintos en la clasificación, gracias a una montaña rusa en la que se habían subido Raúl, Morientes, Redondo y el Guti que en cualquier caso estuvo soberano en tres o cuatro ocasiones durante aquel partido.
Ganó el Madrí por la enorme pitada que el fondo sur prodigó a los jugadores cuando volvieron al campo después del descanso. Digo pitada y no más dada mi debilidad por aquellos chavalotes capaces de abofetear con sus cánticos a todo un equipo, entrenador, fisios, masajistas y utilleros varios.
Tantas veces se ha referido el fútbol como metáfora de la vida que yo no supe qué decirle a mi hijo, en su infancia, cuando me cuestionó por qué aquellos mismos que enarbolaban hermosas banderas eran capaces de insultar más que gruesamente a madres de todo tipo y procedencia, madres de jugadores, de árbitros, de líneas y asistentes, de vecinos de palco, madres que también cosieron con su amor la bandera del equipo de su hijo.
Y sí, continúa la metáfora. Ahora sin banderas por culpa de unos pocos que hicieron de sus telas, sogas.