Aquí la fotillo que debió tomar mi hermano Alvaro -que ahora me cruza la calle cada día, con el resto del pelotón de queridos fugados- tomada en un murete de Pedraza (Segovia, España, Europa, La Tierra, Vía Láctea).
Uno de esos lugares con historia y arquitectura que ha sabido, tal vez por su proximidad a Madrid, hacer su marketing boca oido fácil de resumir: una plaza, como muchas y no tan bella como algunas, los restos de un castillo pésimamente mantenido, un imponente portón de acceso a la villa y bonitas callejuelas por donde sábados, domingos, festivos y vacacionales emerge un olorcillo mezcla de asado de cordero y emanaciones de judión cocido.
En la foto, mi hija Elena salta a mis brazos. Ahora, cuarenta años después, su tía Marujilla la ha recuperado para ella y ella para mí, por el día del padre, titulando el momento, un átomo de vida, "Cuando crees que puedes volar". Ella lo creía entonces y yo también: ella volaba a mis brazos, yo en ala delta.
Era un tiempo de recuperación, de intento de persistir en el empeño, de tratar de que no escapara la nave a la deriva. Entonces no era fácil volar y se había abierto un paréntesis de vida, un tiempo muerto de año y medio donde definitivamente se enfriaron las brasas del pasado, donde el rescoldo mínimo se apagaba, poco a poco y sin tregua. Ese otoño sembramos vida de nuevo, a ver si era posible reavivarlo aunque sin esperanza en ello. Fue lo más hermoso, como siempre que ocurre el milagro: sin embargo nada pudo sujetar el destino.
Como los ángeles, el aguilucho cenizo o el chorlito carambolo, me tomé a mí mismo a la ligera y creyendo volar me dediqué al picoteo salvaje alimentando la experiencia con prueba error, de aquella manera en que la vida te escoge sin que tú elijas nada.
Sólo cuando pasan más de treinta años volando en tandem, reparas en que todo fue posible gracias a Dios y gracias al tiempo en que volaste sin miedo a estrellarte contra el cielo.