30 de junio de 2015

Grecia: Cañones o Mantequilla.

Hubo un tiempo, desde luego antes de la incorporación de España a la UE como miembro de pleno derecho, en el que creía en las ventajas y beneficios de una Europa económicamente integrada. Una Europa con las fronteras estrictamente necesarias para delimitar territorios dependientes de administraciones locales y fuerzas de seguridad y poco más. Pero forzosamente con diferencias fiscales, con diferencias en las coberturas de atención sanitaria, con diferente calidad o niveles de exigencia en la enseñanza, con... ¡qué le vamos a hacer! sus diferencias políticas insalvables pero con moneda común y facilidades en las transacciones económicas. Y poco más.

Era algo traído de las ideas de Kant que aprendí en sexto de bachillerato, aquel que en el siglo XVIII ya discernía que del mismo modo que los intereses de los individuos hacen que se organicen políticamente para evitar conflictos, los intereses particulares de las naciones acaban en conflicto si no se organiza en una estructura de Estados con leyes generales. Una nación de naciones igualitaria y común, donde sería posible implantar políticas de compensación y toda la comunidad, sólidamente federada, permanecería bajo una cúpula protectora jurídica capaz de suprimir las diferencias en cañones y mantequilla. 

Hubo un tiempo en mi vida en que creía que la política consistía en gestionar algo más que la economía: la libertad, la soberanía de los pueblos, la redistribución de la riqueza favoreciendo a la mayoría y a los más necesitados.

Nada más imposible que, después de 2.500 años de dominación greco latina y 400 años de imperios de todo tipo y con permanentes sentimientos encontrados, enfrentados, que se expresan en tres alfabetos y algunas variantes de ellos e infinidad de idiomas- nada más imposible, digo- que pretender prescindir, aunque sea parcialmente, de la soberanía de las naciones y de sus miembros. Ahora se ve claramente. Por lo económico gestionado con políticas tan corruptas como megalómanas, Grecia no tiene más que dos salidas: decir no a las propuestas de la supranación y abandonar el club o decir sí y perder, o diluir aún más, su soberanía en una realidad donde se desdibujan fronteras al mismo tiempo que otras se consolidan y aparecen -o quieren aparecer- algunas nuevas. En una realidad del despropósito. 

En este caso de Grecia, la supranación es responsable del desaguisado tanto como la nación. Ya hubo avisos, rescates e incumplimientos y un análisis de la situación, en 2013, que alertaba de la imposibilidad de mantener ni un día más el régimen económico y social de los helenos. 

Llovieron promesas electorales de todo tipo y de toda falsedad, vendiendo al personal que era posible mantenerla y no enmendarla: que no era necesario mermar el consumo de mantequilla, reducir las ingentes hordas de funcionarios ni fundir algunos cañones. Con los vencimientos de pagos llegaron los días de las amenazas. Tal vez también de oportunidades para que los políticos y el pueblo heleno, todos los políticos y todos los griegos, aprendan que la mentira, la falta de autoridad, el buenismo y la contemporización con megalómanos conducen al precipicio. Y el nacionalismo exacerbado, también.  

No me gusta nada la orina del enfermo.