27 de julio de 2015

Cuesta de Rompetelalma

Por Ferrolterra discurren frecuentemente asuntos y personas con cierta pachorra, sin apurarse. Nada que ver con esa otra pachorra sureña, cansina y torticera, que crea una especial impotencia en quien espera desenlace de su gestión, solución a su necesidad o respuesta a su pregunta. Es una pachorra resabiada y defensiva, para tomar tiempo o carrerilla; no es indolente, no es perezosa ni holgazana, es peculiar: entre un "xa veremos, estoumo a pensar..." y un "no darlo hecho". A veces, en gallego, a ese modo de actuar lo denominan cachaza.

Lo de Ferrolterra va muy aparte, te invita a huir del mismo modo en que te acoge y protege, incluso cálidamente. Conviven una especie de arritmia o enlentecimiento con una prontitud, consideración y amabilidad difíciles de encontrar mundo adelante. Tiene la ventaja de que se ve venir, no hay engaño. 

Uno va a La Coruña o a Pontevedra -por similitud como ciudades portuarias y galaicas- y, al cabo, seguramente querrá marchar  y cambiar de aires, que los inviernos son largos y grises, pero no despiertan en mí ese sentimiento de querer huir, escapar, salir corriendo. 

Eso ocurre en Ferrol y nadie lo ha descrito tan brillantemente, con tanto sentimiento y sin apenas nombrarlo o señalar, como Gonzalo Torrente que, en la práctica, es la viva ilustración y ejemplo de lo que digo. De El Señor Llega emana esa sensación, ese sentimiento de espera sin fecha de caducidad, ese actuar "amodiño" que también respira el mejor retrato nunca hecho -que pervive en las mismas capas sociales- de la sociedad ferrolana: La Boda de Chon Recalde, una de sus últimas novelas. 


La atmósfera novelística -¿podría decir "el tempo"?- de Gonzalo Torrente en Los gozos y las sombras es cansina, expectante, lenta, aspecto que muy malamente se mostró en la serie de televisión, de tratamiento costumbrista y realista que expresa otro rasgo de la sociedad ferrolana. El misterio, lo que ocurre realmente pero que se oculta públicamente aunque se conoce a la perfección, un discurrir silencioso de hechos y causas que no se manifiesta ni en la sociedad ni en los medios, pero que es de general conocimiento y crítica en versión susurros. Hasta tal punto que del mismo Torrente Ballester existen unos cuadernos en la Universidad de Albany, donados por el autor, que siendo del máximo interés no han sido publicados, y creo que poco leídos, a pesar de que tienen el doble atractivo del intimismo -habla de su pensamiento e ideología y de su familia-  y de estar escritos, creo, a modo de diario, con total libertad en una época, una década, 1955 a 1964, donde el crudo retrato pasaba factura inevitablemente: en el momento si era en contra, después e inevitablemente si era a favor y siempre si se trataba de evitar tanto el panegírico como la denuncia.   



Vivo en esa ciudad, justamente veinte metros más arriba de donde da la vuelta el aire; en lugar fronterizo entre dos barrios, muy cerca de la plaza que paseaba don Gonzalo y en donde él tiene un homenaje tan mínimo como ignorado e inadvertido. Es una placa sobre pedestal de granito donde se transcriben unas palabras del escritor que avisan sobre la acumulación de agua cuando llueve -o sea, siempre- en un rincón de la plaza, orilla con calle tan empinada que se conoce como Rompetelalma. La placa está en medio del césped de un jardín, en el propio suelo y horizontal y resulta del todo ilegible. Está situada para que parezca inexistente o irrelevante. 

Un día, por fin, decidí pisar el césped y me atreví a superar los cinco metros que separan al peatón de la placa y después de leerla descubrí el misterio que consiste en aparentar que uno no se apura debajo de la gran lluvia y que los paraguas también sirven para mirar sin ser visto, para debajo de sus varillas rompérsete el alma cuando sabes que no puedes huir, que nunca acabas de darlo por hecho.