"Hay una gran diferencia entre tratar a los hombres con igualdad e intentar hacerlos iguales. Mientras lo primero es la condición de una sociedad libre, lo segundo implica, como lo describió Tocqueville una nueva forma de servidumbre".
F. A. Hayek, Individualism and Economic Order (The University of Chicago Press, 1948)
Algunos tienen en alta estima su voto, su derecho a elegir -útil y provechosamente- entre la surtida oferta política que se publicita para este próximo 20 de diciembre. A saber: la sobrevenida mierda hedionda zocata, los excrementos partidistas que alternativamente ejercen la gobernación -es un decir- desde 1982 y la nueva cagada socialdemócrata centrípeta. El resto de los partidos que figuran en el catálogo no tienen interés por inutilidad; ya digo, por lo inservible que supondría el voto en términos de representación.
Aquellos que tienen en alta estima la utilidad de su voto son solamente algunos, pero son mayoría. Y son poco crédulos, conscientes de que las urnas no tienen ni certificado de garantía ni libro de reclamaciones.
De jovencito, al final de la adolescencia y virginal, tuve que leer, por insistencia paterna, parte de un ensayo absolutamente cargado de ideología -o sea, como todos- titulado, precisamente, El Crepúsculo de las Ideologías. No lo leí rigurosa ni pormenorizadamente, pero me hice una idea de lo que se pretendía transmitir allí y en aquel entorno. Era a finales de los '60, probablemente en 1969, con la obra recién publicada dos o tres años antes creo recordar y cuyo autor, Gonzalo Fernández de la Mora y Mon, acabó en ministro de Obras Públicas. Intelectualmente, don Gonzalo era un puntal de la época. Salí absolutamente superado y tan ignorante como entré, después de pasear por unos análisis y reflexiones profundísimas del autor sobre el pensamiento, la filosofía política y las ideologías -sintagma protagonista en aquel momento- de Bacon, Balmes, Marx, entre otros; en fin, el desideratum del entendimiento y yo con aquellos pelos y en pijama.
Ha pasado casi medio siglo y si Fernández de la Mora levantara la cabeza no podría creer que España está frente a unas elecciones generales con unos discursos bien parecidos a los de los años '30 y en donde puede darse que la suma de perdedores de las elecciones sean los que tomen el poder al asalto y nos desgobiernen una vez más. El voto no es consecuencia de la oferta programática de los partidos sino de las emociones; no es consecuencia de ideología sino de referencias mentales, de imágenes que no se corresponden con valores, más o menos sólidos, sino con circunstancias precisas. Crepúsculo sí, pero tan variopinto como en su apogeo y su declinar. De estas elecciones espero un alborear capaz de traer para España un largo periodo de prosperidad, cada cual en su silla y atento a su desempeño.
Recuerdo amargamente el 14 M de '04, consecuencia directa de la agitación manipuladora del 11 M y estoy absolutamente convencido de que una gran parte del electorado va a pasar, va a abstenerse, como hace sistemáticamente. Otra gran parte va a vivaquear amarrado a filias y fobias personales, a novedades deslumbradoras, a promesas ¡ay los nuevos votantes! de viajes a paraísos inexistentes y el grueso de los votos (de unos 36.000.000 de electores, más o menos) elegirán lo de siempre: la sobrevenida mierda hedionda zocata, los excrementos partidistas o a la ¿nueva? cagada centrípeta porque si se pretende un voto útil, no hay más donde aliviarse.
En política algunos tenemos media docena de convicciones inamovibles que empiezan por el individuo antes que por el grupo, pasan por la libertad -la mayor posible, también en lo económico- se asientan en conservar y mantener los valores de costumbres, culturales y de uso, continúan en el convencimiento de que es posible una justicia protectora de derechos de personas físicas y jurídicas, que el fin jamás justifica los medios y que por ello hay que estar atentos para denunciar arbitrariedades y abusos de quienes ostentan el poder y son autoridad. El resto de ideas, propuestas y programas redentores, pasan a ser secundarios y ni son de nuestro interés ni creemos más que en los hechos y sus evidencias.
Algunos, parece que mayoría, pasamos directamente a votar a quienes juzgamos más preparados para gestionar, más capaces de exigir honestidad entre los suyos y de detectar a los incompetentes. Votamos mirando para un lado cuando desfilan los discursos sobre valores y aplicando, dentro de un orden, exclusivamente principios de pragmatismo. A quien tratamos de elegir es al menos malo de los partidos sabiendo que los políticos, en España, van de peor a pésimo coronando, como es sabido, en auténticos delincuentes.
Apoyados en ese trípode -honestidad, capacidad de gestión y competencia- algunos iremos a votar el próximo domingo. Algunos, faltos de sólida ideología de partido y de ánimos para redimir a la ciudadanía, para salvar a la clase trabajadora y desalojar a la casta casposa. Algunos, distantes de cantos de sirena cuya partitura trata de seducir tanto a diletantes conservadores de la derecha como a progresistas de izquierda. Algunos votaremos contra la incompetencia, madre de la mentira y padre de la ruina y la miseria. Simplemente porque de lo visto -y la experiencia es un grado- lo menos malo es ir a votar y lo menos perverso es votar a quienes al menos han tratado de levantar material y políticamente la ruina, la calamidad heredada.
Siempre seremos demasiados pocos y demasiado desilusionados, pero cuenten conmigo.