Creo que fue en el verano del '68, en Madrid y con la calor del mes de julio, cuando leí por primera vez La Ciudad y los Perros (1). Del tirón, en prácticamente dos días. Sin entusiasmarme me gustó y gustándome volví al relato en sucesivas ocasiones, a aquellos pasajes en los que Vargas Llosa pinta los valores y las frustraciones de un tipo de educación vinculado al internamiento, al adoctrinamiento radical y al olor que, al despertar cada mañana, emerge propiamente de los dormitorios comunales: una mezcla de gases intestinales y pies macerados.
Me descubrió la novela un cuñado mío. El librito había llegado a casa de mis padres y andaba, virginal, por un estante de una de las innumerables librerías que cubrían los costados de pasillos y almacenaban ácaros y polvillo gris mugre por los siglos de los siglos. Al terminar de leer La Ciudad y los Perros me pareció que el autor era tremendamente habilidoso en el manejo de los tiempos, en eso que conocemos como flashback mejor que como analepsis, además de un creador de personajes vivitos y coleando, ciertos. El más alto arte figurativo.
Poco tiempo después, quiero decir pocos años, como cuatro más o menos, estando en Melilla pude leer Conversación en La Catedral (2) y ahí me embargó ese admirable escritor. Inevitablemente Vargas Llosa me llevó a García Márquez, a Carpentier, a Cortázar, a lo que olía a hemisferio sur y Caribe.
Me pilló en un tiempo que se alargaba como espera en hospital. En una sucesión de tardes y noches apacibles de té moruno las más de las veces, entre otros aromas, y cordero con pasas y almendras cuando al atardecer nos juntábamos seis o siete exiliados peninsulares al despuntar la media luna, bajo las primeras estrellas del Mar de Alborán. Un tiempo sublimado gracias a la distancia que todo lo idealiza, al contrasentido, al sentimiento de desarraigo que te arrastra a buscar brazos, abrazos y besos para contraer en la espera el paréntesis de nuestras vidas.
De aquella sublimación, de aquellos relatos, la realidad posterior destrozó la idealización de sus autores que inexplicablemente eran y son seres humanos calamitosos, capaces de enamorarse según dicen de señoras perfectamente prescindibles y por cuyas dádivas caen de bruces hombres sobresalientes en sus artes y oficios. Lo que es mucho peor, seres humanos también capaces de endiosar a dictadores comunistas asesinos. De nuevo la realidad supera a la ficción.
Admirable -la señora, quiero decir- en esa faceta seductora ¡qué bonita es la pasión y cómo suele confundirse con el amor! siempre que sirva para remover el ánimo del artista y provocar en él un nuevo relato que finalmente me lleve a algún lugar incierto, de donde regresar sea imposible y marchar temerario.