Tengo conmigo, ya más de medio siglo, dos frases de Rosalía de Castro que se las debo a mi padre, gallego como ella, también de tierra adentro. Dos frases que responden a una misma idea:
“Es feliz el que soñando, muere. Desgraciado el que muera sin soñar.”
“No importa que los sueños sean mentira, ya que al cabo es verdad que es venturoso el que soñando muere, infeliz el que vive sin soñar.”
No importa que los sueños sean
mentira, importa que no seamos capaces de hacerlos realidad, importa la frustración
que procuran, los embustes que generan para soportar la verdad fría.
En mi adolescencia hubo algo de
la Pardo Bazán y muy poco de Rosalía. Dos personalidades aparentemente
antagónicas –en su emprendimiento, pero también en la utilización
sociopolítica que se hizo de ellas- que,
finalmente, sólo el tiempo me las situó en sus respectivos lugares, ambas en lo
sublime como artistas. Para mi padre, que
justamente por aquellos años obtuvo el Premio Nacional de Literatura
–denominado, precisamente, Pardo Bazán- por su labor como crítico literario, Rosalía
tenía menor interés ¿tal vez talla? que su paisana aunque yo, ya os digo, me he enternecido y emocionado mucho más por los sueños de Rosalía que por
los amores incestuosos o descripciones naturalistas de la Bazán. Dos formas diferentes, tal vez, de ver la literatura: más por el personaje que por la persona, más por el autor que por lo escrito.
Tenía yo catorce o quince años de
edad entonces, cuando la dictadura franquista consentía, sin cortapisa alguna, la
actividad de la RAG (Real Academia Gallega) aunque algunos de sus miembros, los
más tunantes, hacían valerse como semi clandestinos y permitía la instauración
del “Día das Letras Galegas” el 17 de mayo, fecha elegida para celebrar el
centenario de la primera edición de Cantares
Gallegos. Fue aquel verano cuando mi padre me leyó un poemilla, no recuerdo
cuál, de Rosalía y me prestó “Los Pazos
de Ulloa” que tardé semanas en terminar de leer. Mis sueños entonces
estaban en China, tan lejos de Galicia y
de Madrid, leyendo sin parar las novelas de Peal S. Buck y los poemas de Eladio
Cabañero, Claudio Rodríguez y Ángel González.
En otra habitación de la misma
casa, que olía a madera encerada y ropa limpia recién planchada, mi madre
trataba de atar en corto mi imaginación, de moldearla, abonarla para el buen
fruto y alejarla de sueños fútiles, paraísos artificiales, ilusiones
imposibles. No fue por ella ni por mi padre, pero sí y sin embargo por la
genética, por lo que ni mis sueños me han supuesto felicidad alguna ni mis
eventuales felicidades me han hecho soñar placenteramente. Suele ocurrir que la
felicidad sobreviene de modo inesperado, como se va, como los pensamientos se
vuelven sueños y las fantasías realidades.
«Quíxente
tanto, meniña,
tívenche tan
grande amor,
que para min
eras lúa,
branca
aurora e craro sol;
augua limpa
en fresca fonte,
rosa do
xardín de Dios,
alentiño do
meu peito,
vida do meu
corazón».
Así che
falín un día
camiñiño de
San Lois,
todo
oprimido de angustia,
todo ardente
de pasión,
mentras que
ti me escoitabas
depinicando
unha frol,
porque eu
non vise os teus ollos
que
refrexaban traiciós.
Dempois que
si me dixeches,
en proba de
teu amor
décheme un
caraveliño
que gardín
no corazón.
¡Negro
caravel maldito,
que me fireu
de dolor!
Mais a pasar
polo río,
¡o caravel
afondou!...
Tan bo
camiño ti leves
como o
caravel levou.
Rosalía de Castro,
Cantares Gallegos X.