8 de febrero de 2017

Feliz Soñando

Tengo conmigo, ya más de medio siglo, dos frases de Rosalía de Castro que se las debo a mi padre, gallego como ella, también de tierra adentro. Dos frases que responden a una misma idea: 
“Es feliz el que soñando, muere. Desgraciado el que muera sin soñar.” 

“No importa que los sueños sean mentira, ya que al cabo es verdad que es venturoso el que soñando muere, infeliz el que vive sin soñar.”

No importa que los sueños sean mentira, importa que no seamos capaces de hacerlos realidad, importa la frustración que procuran, los embustes que generan para soportar la verdad fría.

En mi adolescencia hubo algo de la Pardo Bazán y muy poco de Rosalía. Dos personalidades aparentemente antagónicas –en su emprendimiento, pero también en la utilización sociopolítica que se hizo de ellas-  que, finalmente, sólo el tiempo me las situó en sus respectivos lugares, ambas en lo sublime como artistas. Para mi padre, que justamente por aquellos años obtuvo el Premio Nacional de Literatura –denominado, precisamente, Pardo Bazán-  por su labor como crítico literario, Rosalía tenía menor interés ¿tal vez talla? que su paisana aunque yo, ya os digo, me he enternecido y emocionado mucho más por los sueños de Rosalía que por los amores incestuosos o descripciones naturalistas de la Bazán. Dos formas diferentes, tal vez, de ver la literatura: más por el personaje que por la persona, más por el autor que por lo escrito. 
  
Tenía yo catorce o quince años de edad entonces, cuando la dictadura franquista consentía, sin cortapisa alguna, la actividad de la RAG (Real Academia Gallega) aunque algunos de sus miembros, los más tunantes, hacían valerse como semi clandestinos y permitía la instauración del “Día das Letras Galegas” el 17 de mayo, fecha elegida para celebrar el centenario de la primera edición de Cantares Gallegos. Fue aquel verano cuando mi padre me leyó un poemilla, no recuerdo cuál, de Rosalía y me prestó “Los Pazos de Ulloa” que tardé semanas en terminar de leer. Mis sueños entonces estaban en China, tan  lejos de Galicia y de Madrid, leyendo sin parar las novelas de Peal S. Buck y los poemas de Eladio Cabañero, Claudio Rodríguez y Ángel González. 

En otra habitación de la misma casa, que olía a madera encerada y ropa limpia recién planchada, mi madre trataba de atar en corto mi imaginación, de moldearla, abonarla para el buen fruto y alejarla de sueños fútiles, paraísos artificiales, ilusiones imposibles. No fue por ella ni por mi padre, pero sí y sin embargo por la genética, por lo que ni mis sueños me han supuesto felicidad alguna ni mis eventuales felicidades me han hecho soñar placenteramente. Suele ocurrir que la felicidad sobreviene de modo inesperado, como se va, como los pensamientos se vuelven sueños y las fantasías realidades.

«Quíxente tanto, meniña,
tívenche tan grande amor,
que para min eras lúa,
branca aurora e craro sol;
augua limpa en fresca fonte,
rosa do xardín de Dios,
alentiño do meu peito,
vida do meu corazón».

Así che falín un día
camiñiño de San Lois,
todo oprimido de angustia,
todo ardente de pasión,
mentras que ti me escoitabas
depinicando unha frol,
porque eu non vise os teus ollos
que refrexaban traiciós.

Dempois que si me dixeches,
en proba de teu amor
décheme un caraveliño
que gardín no corazón.

¡Negro caravel maldito,
que me fireu de dolor!
Mais a pasar polo río,
¡o caravel afondou!...
Tan bo camiño ti leves
como o caravel levou.


Rosalía de Castro, Cantares Gallegos X.