Al final de su infancia o principios de su primera adolescencia, una tarde de crudo invierno vallisoletano, sentado frente a él, en su despacho, tratando de diferenciar valor de precio, tratando tal vez de separar lo dispar de lo coincidente, en relación consigo mismo y sus flaquezas, Elías miró paternalmente al todavía niño y le hizo comprender aquello que después quedó en él para siempre: aplicar toda su capacidad de discernimiento cuando tuviera el ánimo abatido y la noche oscura le acechara. Para hacer posible mantenerse en la fe y en los valores.
No trataba de enseñarle la aplicación del sentido común, del juicio razonable sobre hechos o comportamientos. Quería trasladarle la necesidad de ejercitar el pensamiento, el juicio personal, un poco más allá, en el terreno siempre lleno de circunstancias atenuentes o agravantes. Y algo tan incomprensible, tan inhumano, tan heroico, como el perdón y la misericordia empezando por uno mismo. Quería enseñar al niño cómo pasar de lo aparente a lo real o auténtico, de la forma al fondo.
Indistintamente de la intención, juzgamos muy a menudo con frivolidad los comportamientos ajenos, salvamos los nuestros y continuamos a bingo más anchos que largos. Habitamos un lugar demasiado confortable para nosotros mismos, un lugar, en la misma medida, exigente e incómodo para los demás.
¿Cómo delante del acto de amor de perfumar unos pies (*) se puede cuestionar su bondad? ¿tal vez desde el odio a nuestros propios actos, al animal soberbio y envidioso que llevamos dentro?
Es Lunes Santo. Miro por la ventana y al fondo el paisaje se corona de montañas soberbias de naturaleza, arbolado. Tan distinto de aquel otro paisaje mesetario, romo, que había que llenar de fantasía e ilusiones, ejercicio que hoy me permite disfrutar la herencia de disgregar apariencias. Y discernir entre amor y fingimiento.
(*) Jn 12,1-11:
Entonces María, tomando una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús y los secó con sus cabellos. Y la casa se llenó del olor del perfume. Dice Judas Iscariote, uno de los discípulos, el que lo había de entregar: «¿Por qué no se ha vendido este perfume por trescientos denarios y se ha dado a los pobres?». Pero no decía esto porque le preocuparan los pobres, sino porque era ladrón, y como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Jesús dijo: «Déjala, que lo guarde para el día de mi sepultura. Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis».