31 de agosto de 2017

Gallego de Ninguna Parte


Amanece en Portonovo a finales de mayo
No es fácil de explicar que lo que une y separa tiene la misma causa: un sentimiento primario, íntimo y maravilloso. Pero en algunos miserables produce efectos excluyentes, malvados. Y aunque en número sean menos, o pocos, en consecuencias consiguen el despropósito de la desintegración social y el empobrecimiento de su pueblo.  

Por ese sentimiento, a pesar de que no nací allá ni mi apellido es Fariñas, Viqueira o Ulloa -aunque Vázquez abunda- y la muñeira ni frío ni calor pero el sonido de una gaita bien templada me pone, soy voluntariamente de Galicia(*). Más libertad, más mérito. 

Decidí ser gallego en plena adolescencia, gallego de ninguna parte. Soy gallego como soy mediano de estatura, de hueso ancho y manos largas, de copioso cabello, ojos menudos y moderadamente paticorto. Lo noto muy a menudo en el aparato circulatorio y en el sistema endocrino, que me segrega algo espeso y melancólico  cuando estoy fuera de Galicia mucho tiempo, lejos o allende la mar. 

Puestos a elegir, en ciertos trances intranscendentes no hay que señalar y no hay que descender al detalle: soy gallego de Galicia en general, que es posible y recomendable. Cuantos más países y gentes he conocido más gallego ha sido mi sentimiento de pertenencia, de lo más integral a lo más disperso: soy de Galicia, soy atlántico, español y europeo, terrícola, lácteo vital y pretendiente del Más Allá. 

En lo parroquial o comarcal, nada que ver cómo se percibe un lucense del interior al comparase con un lucense de La Mariña o el resto de compatriotas. Lo tengo hablado con ellos y es un villarriba villabajo más, como ocurre siempre, una competición entre cómica, absurda y penosa. 

En lo  territorial, en el dominio provincial o de los ejes cardinales, del norte coruñés al sur cangueiro, del oeste finisterrano al carácter carballinés hay un sentimiento de pertenencia a algo que trasciende de lo local y que impregna y conmociona el alma y que se da sin necesidad de ejercer galleguismos o exhibir banderas. 

Muchos no lo saben pero nada más saltar de Zamora a Orense por las portelas o de León a Lugo por Piedrafita, la piel se hidrata, la paleta de colores y la luz se amplían, la lluvia y la siega producen una fragancia que despierta al viajero plácidamente y si eres de los que perteneces, de los que ya padeciste morriña o gozaste entre maizales, reconoces inmediatamente tu patria sentimental.

¿Usted de dónde es? Yo soy de donde se me pone, pero esencialmente gallego. Si me hacen la misma pregunta en la Argentina, respondería que soy español. Una vez, esperando en Ezeiza un vuelo de regreso y en la cola para embarcar, coincidí con una pareja entrada en edad, educadamente aseados -ella al estilo Evita  y él como Gardel en Las luces de Buenos Aires, camisa blanca resplandeciente de cuello triangular y corbata anudada a lo windsor- y el caballero me dijo que yo tenía un acento "españolazo". A mi los aumentativos, hoy tan peculiarmente utilizados en cierto estrato social ("casoplón", "salonazo", "bodón" y por ahí) siempre me ha gustado escucharlos, aportan como un convencimiento, una fe o una credibildad en lo que se dice. Y precisamente por eso yo no los utilizo. 

Pero "españolazo" me gustó. Cuando, al unísono matrimonial, me preguntaron de dónde era, queriendo decir de dónde exactamente y de ser posible calle, piso y código postal pormenorizados -que una vez arrancados, los porteños son lenguaraces- tuve que decirles la verdad: de Madrid. Imposible ser gallego en la argentina; supongo que me agarran la idea, no me la cojan.

Después he recordado la anécdota en muchas ocasiones y, de verdad, me arrepiento de no haberme estirado en aquel lance y más mediando tantas horas de viaje con ellos. Debí haber explicado a Evita y a Gardel esto que cuento aquí, este sentimiento más que imposible de detallar, que no es fácil de entender pero sencillo de manipular, que somos idénticamente diferentes y desigualmente homogéneos y eso, como el mestizaje, siempre enriquece. Como les ocurre a ellos y aunque a todos nos terminen descubriendo por nuestro acento.


Playa de Doniños un mediodía de diciembre


(*) Aquí, escritos, otros delirios gallegos más o menos pertinentes: